Sintoísmo. La religión nacional de Japón.
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De todas las religiones más antiguas del mundo, hay muy pocas que hoy en día sigan representando una fuerza viva. Una de ellas es el sintoísmo. Al referirme a las religiones “más antiguas”, me refiero a aquellas cuyo origen resulta imposible de fijar en la historia.
Más difícil todavía es hallar, hoy en día, una de estas religiones sin origen definido, por así decirlo, que juegue un papel importante en la vida de una gran nación moderna e industrializada. El sintoísmo, en Japón, lo hace. Su estudio, por lo tanto, se deduce cuando menos interesante, no sólo desde un punto de vista académico, sino también desde la perspectiva del hombre medio que lee los periódicos a diario y que, tras leerlos, piensa.
El sintoísmo, cuya etimología nos refiere a dos términos japoneses que significan “El camino de los dioses”, tiene algunos rasgos en común con otro sistema religioso de tiempos inmemoriales, y que sigue siendo una verdadera fuerza viva en Asia: el hinduismo.
Al igual que el hinduismo, no conoce fundador. No ha evolucionado alrededor de la figura de una encarnación o profeta, ni bajo el impulso de unas inspiradas escrituras en particular, entregadas del cielo a la tierra en algún momento concreto. Sus maravillosas genealogías nos llevan hasta mucho antes de la fecha atribuida por los expertos a Jinmu Tennō, el primer emperador de la historia de Japón. Nadie ha inculcado a los japoneses su simbolismo ni sus ritos. A la par que el hinduismo, carece de dogmas. Uno puede seguir la filosofía religiosa que le plazca, y ser sintoísta. No hay nada en el mismo que justifique la denominación de “religión”, en el sentido marcado por el cristianismo europeo. Se podría comparar, a lo sumo, con las antiguas religiones nacionales de Europa que florecieron antes del cristianismo: la griega, la germana, la celta, etc.
Como ellas, como el hinduismo y como toda religión antigua, haya perecido o sobrevivido, el sintoísmo fue originalmente y sigue siendo un culto a la Naturaleza bajo sus más diligentes y compasivas manifestaciones.
Entre las más conocidas deidades del sintoísmo, encontramos a la diosa solar Amaterasu ŌMikami y a su hermano, el impetuoso Susanowo, que encarna la belleza y el horror de las tormentas, así como aquello que, en términos de la mitología europea, llamaríamos el “impulso dionisíaco”, tanto en la naturaleza como en ellos.
Tales dioses y diosas son objeto de maravillosas historias relatadas en la primera parte del Nihongi, el libro oficial más antiguo de la historia de Japón, publicado por orden imperial en el año 729, y también en el Kojiki, publicado con anterioridad. El carácter fantástico de muchas de sus aventuras es igualable al de los “Puranas” hindúes. Nos transportan a un mundo en el que todo es posible. Pero como en otras religiones muy antiguas, detrás de toda esa fantasía subyace una simbolización poética de las eternas leyes de la Naturaleza; y hay también, probablemente en mayor grado, una ciencia oculta que sólo pueden explicar quienes dominan el arte del lenguaje esotérico.
Otra característica de esta religión, que comparte con las demás religiones antiguas mencionadas y con el hinduismo, es su plasticidad, su capacidad de asimilar nuevos elementos sin perder nada de su propia esencia. Cuando el budismo cobró su mayor relevancia en Japón, y el sintoísmo tuvo que hacer concesiones adoptando la forma de “sintoísmo ryobu”, los sacerdotes locales asociaron el dios hindú Varuna y la deidad local de Sumiyoshi, cerca de Osaka.
De este modo, revelaron un nuevo dios del Mar, conocido ahora como Suitengū. Ejemplos como éste se daban en múltiples casos, y no sólo con los dioses locales o dioses de origen extranjero, sino también con hombres y mujeres remarcables por sus grandes hazañas, o por su maravilloso o fatídico destino; algunos de ellos, en ocasiones, han hallado su lugar entre los ochenta millones de Kami japoneses. Es el caso de la celebrada emperatriz Jingū, que lideró la primera expedición de invasión a Corea, sobre el año 200, y a la que se considera una de las Kami del Mar. No hay razón para que este proceso de deificación llegue a término. El sintoísmo no es un sistema religioso que llegue a completarse para siempre. Es una corriente de inspiración viva que fluye, y por lo tanto es susceptible de incorporar aspectos nuevos y de evolucionar; de hecho, ha pasado por muchas transformaciones a lo largo de su historia. Pero su propio esquema evolutivo mostrará que, desde buen comienzo, siempre ha seguido unas mismas líneas primordiales, a la vez que arrojará luz a su principal rasgo distintivo, que es, antes que nada y por encima de todo, el hecho de ser una religión puramente nacional.
Esta característica diferencia por completo al sintoísmo de las religiones mundiales predominantes, como el cristianismo y el islam, así como del hinduismo. Las religiones mundiales bien podrían denominarse religiones “democráticas”, en el sentido de que se fundaron sobre la creencia de que “toda la humanidad tiene el mismo derecho de compartir la salvación que ofrecen mediante la fe en alguna verdad revelada”. Cualquiera puede convertirse en un verdadero cristiano o musulmán, y ambas religiones, en esencia, son fuerzas que destruyen la nacionalidad, como la mayoría de fuerzas democráticas mundiales.
Sin duda, el sintoísmo es una religión de la Naturaleza. El prominente lugar ocupado por Amaterasu Ō-Mikami, la diosa solar, bastaría para probarlo. Pero, como en todas las religiones antiguas, el “culto a la Naturaleza” en el sintoísmo significa el culto a la Patria en todo su esplendor; en este caso, el culto a Japón.
En Japón, la Naturaleza es amada y venerada, y ocupa un lugar más prominente que el arte, tanto a nivel nacional como individual. El arte en sí se entiende como algo que debe estar en armonía total con el entorno natural, sin atraer la atención a expensas de éste. Esta visión se debe, en gran parte, a la influencia del sintoísmo.
Un templo sintoísta no es un edificio ostentoso. Es simple y discreto. Su belleza se esconde en el espesor de los árboles que lo esconden a cierta distancia; en las vistas que descubrimos, de repente, desde lo alto de su escalinata; en el maravilloso paisaje de montañas de un verde oscuro que podemos admirar desde su pórtico monumental, antes de llegar al propio templo. Es por todos bien conocida la devoción de los japoneses por el monte Fuji Yama, hogar de la diosa Sengen Sama, y la montaña más alta de Japón. Son muchos los peregrinos que, cada año,ascienden al monte Fuji y, con el mayor de los respetos, saludan desde su cima al Sol naciente. Pero el Fuji, aun ser el más célebre, no es la única montaña sagrada: el monte Outake, en la provincia de Shinano, el monte Mantai, cerca del lago Chuzenji, el volcán Aso, en la provincia de Hiso, cuentan también con sus deidades, y sus peregrinos. Prácticamente todo lugar destacado por la belleza del amanecer o la puesta de Sol que desde allí puede contemplarse, se considera un lugar sagrado. No obstante, podemos hallar infinidad de casos análogos fuera de Japón. El sintoísmo va más allá del culto a la belleza natural de Japón; suya es la creencia, ilustrada por notables historias, de que Japón es algo divino, y lo es tanto su territorio como la dinastía reinante y su gente: Japón no es un país como cualquier otro.
No hay nada más sagrado para un japonés que su emperador. Durante siglos, Shikkens (regentes) y Shoguns (ministros) han gobernado Japón en lugar del propio emperador. Pero la persona del emperador, hijo de Amaterasu, poseedor de los tres símbolos de poder —la espada, la joya y el espejo— entregados por ella a Minigi cuando éste fue designado Señor de Japón y encarnación viva de Japón mismo, con todo su pasado y sus tradiciones de origen divino, ha sido siempre inviolable, y observado con religiosa devoción. En la época en que los Shikkens de la dinastía Hojo (Generales-Gobernadores) fueron poderosos, uno de los emperadores, Go-Toba, manifestó su deseo de no sólo existir como símbolo, sino de usar su poder y gobernar desde la Corte Imperial de Kyoto. Eso desencadenó una confrontación con Yasutoki, gobernador de Kamakura. Éste mandó un ejército, comandado por Yasutoki, hijo del gobernador, a Kyoto. Antes de partir, Yasutoki le preguntó a su padre qué debía hacer en caso de que el emperador encabezara su propio ejército. La respuesta de Yasutoki está llena de significado: “Si el emperador no comanda su ejército, luchad hasta morir. Pero si es Su Majestad quien está al frente, entonces quítate la armadura y corta la cuerda de tu arco. Nadie debe oponerse a un emperador”. El resultado de este espíritu en el alma japonesa, expresión pura de la tradición sintoísta, es que la prolongada serie de emperadores japoneses, desde Jimmu Tenno hasta día de hoy, suponen el único ejemplo en el mundo de una dinastía ininterrumpida, tan antigua como el país que gobiernan. El primer artículo de la Constitución del imperio de Japón de 1889 dice: “El Imperio de Japón será gobernado por emperadores de la dinastía que ha gobernado, sin interrupción, desde tiempos inmemoriales”.
La historia del sintoísmo es la historia de una larga evolución paralela a la de Japón. Por conveniencia, podemos dividirla en cuatro periodos:
1. Sintoísmo antiguo, antes del siglo VI, cuando el budismo fue introducido en Japón.
2. Sintoísmo ryobu, una especie de compromiso entre ambas religiones, que dio comienzo
durante el siglo VIII y perduró largo tiempo.
3. El resurgir del sintoísmo puro, durante el siglo XVIII.
4. Sintoísmo moderno oficial.
Es más que probable que el sintoísmo no haya permanecido estático durante esos largos periodos. El sintoísmo antiguo, tal y como nos ha llegado, fue el resultado de una lenta amalgama de innumerables tradiciones locales, moldeadas hasta formar un todo congruente. Como hemos dicho, es algo esencialmente simple, que contiene toda la belleza obtenida del contacto diario con una raza artística, con manifestaciones naturales cautivadoras y terribles alternativamente, con árboles en flor por un lado, y tifones y terremotos frecuentes por el otro; contiene también esas verdades que la brillante fuerza intuitiva de esa raza logró alcanzar en esa época. Es, pues, una religión nacional, en el sentido que lo es toda religión primitiva. “Culto” y “Gobierno” se expresan mediante la palabra Matsuriyoto, que significa “algo solemne”, y los emperadores de los primeros tiempos se consideraron los más elevados sacerdotes, puesto que en esos tiempos existieron diferentes clases de sacerdotes. En el gran santuario de Ise, donde se custodiaban los tres símbolos, se veneraba al divino ancestro de los emperadores, y siete veces al año acudían allí los enviados imperiales. Cuando algún peligro amenazaba la nación, se hacían llegar allí peticiones a la deidad.
El budismo —por aquel entonces muy alterado ya por la prédica de los misioneros de Asoka más allá de los confines— alcanzó Japón, atravesando Corea, durante el reinado del emperador Kimmei, a mediados del siglo VI. Pero cuando alcanzó su punto álgido fue unos años más tarde, bajo el gobierno del santo Shotoku Taishi, príncipe imperial y regente durante el reinado de la Emperatriz Suiko. Shotoku Taishi murió en el año 621, y el éxito del budismo se debió en gran parte a él.
No tiene lugar aquí trazar la historia del budismo en Japón. Lo más importante es que no entró jamás en conflicto con el sintoísmo; el sintoísmo tuvo que amoldarse, y lo hizo.
Entre los siglos VIII y XVIII floreció en Japón lo que se conoce como sintoísmo ryobu, o sintoísmo bajo doble aspecto; esta doctrina, que experimentó una evolución de sí misma durante ese largo periodo, fue el resultado del compromiso.
El sintoísmo ryobu logró perdurar tanto tiempo porque no había conflicto filosófico entre las dos religiones que abarcaba. El sintoísmo ryobu era puro sintoísmo con aspectos metafísicos hindúes importados mediante el budismo. No podía surgir ningún problema doctrinal en esta unión, pues no existe contradicción posible entre la metafísica hindú (o cualquier tipo de metafísica) y la inexistencia de metafísica.
El sintoísmo ryobu floreció hasta que llegó una reacción de otro tipo durante el siglo XVIII. Esta reacción no fue un fenómeno aislado. Estuvo estrechamente ligado a la nueva atmósfera que penetró Japón durante el gobierno de los últimos Shoguns Tokugawa. Muchos han puesto en el punto de mira el interés por la ciencia moderna que surgió en Japón en aquellos tiempos como antesala de la futura industrialización del país y su expansión durante la era Meiji. Pero junto a esta curiosidad por las innovaciones extranjeras, había, por extraño que parezca, nostalgia por las tradiciones japonesas más antiguas de gobierno, literatura, religión y vida.
El renacimiento del sintoísmo puro fue de la mano del movimiento por la restauración del poder efectivo del emperador, y del movimiento literario Wagakusha, a favor de un estilo expresivo libre de influencia china. Sin duda, el influjo fue recíproco, y ambos movimientos se vieron fuertemente influenciados por el resurgir del sintoísmo puro.
Esta reacción, que ansiaba desprenderse de la influencia china tanto en la religión como en la vida de la nación, hizo que la gente regresara a la simplicidad y las virtudes de la antigüedad, y tuvo varios partidarios notables, entre los que destacó Motoori Norinaga (1730-1801).
El sintoísmo renacido y el sintoísmo moderno, estadio actual de su evolución, se basan en una ideología consciente a la que podemos llamar teoría, y esa teoría la expresó muy bien durante el siglo XIX Hirata Atsutane (1776-1843), partidario del movimiento Wagakusha y discípulo de
Motoori Norinaga. Al igual que su maestro, solía reivindicar no sólo el derecho divino del emperador a gobernar, sino también el origen divino del pueblo japonés y su superioridad en cuanto a coraje e inteligencia frente al resto de naciones del mundo. Como antaño, los hombres de grandes hazañas se veneran como dioses. Y no hay mayor hazaña para los japoneses que morir por el emperador y la nación en el campo de batalla. En medio de la actual Tokyo, moderna, ruidosa, ajetreada —europeizada—, se alza un pequeño templo en un parque. Está consagrado a aquellos que murieron por Japón durante las últimas guerras, y que se convirtieron en Kamis. Una vez al año, con gran solemnidad, el propio emperador, dios viviente de Japón, hijo del Sol naciente, se acerca al templo para venerarles.
La lealtad al trono, una gran virtud del sintoísmo, no ha menguado en absoluto desde la “modernización” del país. Es la virtud nacional de Japón, y se expresa allí como en ningún otro lugar. En 1912, cuando Su Majestad Matsuhito (Meiji Tenno) murió, el general Maresuki Nogi, célebre en la guerra ruso-japonesa, y su esposa pusieron discretamente punto y final a sus vidas por el rito tradicional del seppuku. Y en 1926, tras la muerte del emperador Yoshihito (Taisho), el barón Takeda actuó del mismo modo. A su manera y por propia voluntad, siguieron la antigua tradición del junshi, según la cual, cuando un maestro moría, sus fieles sirvientes debían morir también para poder seguir sirviéndole más allá de la muerte.
Podemos deducir que el sintoísmo moderno, esencialmente con una actitud política y moral, se basa en el nacionalismo y en el rito nacional. Nunca fue otra cosa. No obstante, su evolución es evidente. Su evolución parte de una gran conciencia de su valor como fuerza nacional, con mucho énfasis puesto en su relevancia nacional. Como religión primitiva simple, carecía de trasfondo metafísico. Tampoco lo tiene ahora. Pero esta filosofía nacional, una especie de racismo basado en la creencia de superioridad del pueblo japonés y la divinidad de su emperador, se ha convertido en su filosofía, y ha ido ganando peso y fuerza con el paso del tiempo. Muchos arguyen que carece de enseñanza moral. No es del todo correcto. En el antiguo sintoísmo —como en todas las religiones antiguas—, el “pecado” era un error ritual, antes que nada. Pero, con el tiempo, fue reemplazado por un código moral nacional, cuyas mayores virtudes eran la lealtad, la entrega, el coraje, etc., que ocupó su lugar junto con la filosofía racista del sintoísmo. Ser un verdadero japonés consiste en perseguir este ideal moral que hemos descrito brevemente.
Es hermoso ver que, pese a su intensa mecanización durante los últimos setenta años, Japón ha sabido mantener sus ritos y costumbres. Impresiona leer las crónicas sobre el funeral del último emperador Yoshihito (Taisho), hace poco más de diez años, según el antiguo ceremonial sintoísta, con el carruaje funerario, tirado por cinco bueyes escogidos por sus colores, y construido de tal forma que las ruedas, al girar, producían siete sonidos melancólicos distintos.
Es admirable la supervivencia de los rituales sintoístas más antiguos en honor a los mismos dioses, en esos sencillos templos de madera escondidos entre la espesura de los árboles y las flores blancas de la cryptomeria.
Pero hay algo todavía más remarcable: la consagración oficial de los ritos antiguos, y la presencia viva del viejo espíritu, no sólo entre el pueblo, sino también entre la élite intelectual de Japón, en contacto con el mundo moderno.
El sintoísmo logró pervivir pese al enorme prestigio del budismo, mezclándose temporalmente con el credo hindú, aceptando y transformando su panteón, y alterando lentamente su espíritu. ¿Quién dice que un budista japonés de hoy, aunque no frecuente los templos budistas y sintoístas, no está impregnado del sentir sintoísta? El sintoísmo cuenta con una larga tradición de sacerdocio, de creencias populares, de ritos inmemoriales. Y esos son los ingredientes imprescindibles de una religión. Su filosofía racista, por muy puramente política que pueda parecer, está envuelta de todo ello. Lenta e inconscientemente, surgió de ahí. Y luego se hizo consciente, como una fuerza de reacción, como un ímpetu de autodefensa nacional, y los reconoció como símbolos vivos y tangibles de su existencia; es más, como objetos materiales “en los que reside”, similar a una entidad divina. No fueron creados ni recreados. Esa parece ser la fortaleza del sintoísmo. Puede que la palabra “religión” se quede corta, puede que haya incluso quien le niegue esa denominación al considerar el sintoísmo moderno, y que lo etiquete como mera filosofía política. En cualquier caso, se trata de una filosofía muy sencilla, con todas las ventajas de una religión popular, y puede que también otras.
Al fin y al cabo, el amor es la gran fuerza que mueve a los seres humanos, no la metafísica. Y el nacionalismo ritualista, como culto al líder de un país, y como culto de reverencia a la naturaleza mediante la adoración a la belleza de un país, está lejos de ignorar el amor. De no ser así, ¿cómo podría un hombre de hoy, cumpliendo con un rito de lealtad sobrehumana, haber abrazado voluntariamente la muerte, sólo porque el emperador contemporáneo de la inquebrantable Dinastía Solar ha fallecido?
“Todos los hombres son hermanos”
Puede que en este mundo todos los hombres sean hermanos, ¡una gran familia!
Pero entonces, ¿por qué los vientos y el oleaje en todos los mares rugen enfurecidos en
tempestades?
Emperador Meiji
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